La mala hora pdf

Aquí el libro La mala hora de Gabriel García Márquez gratis en pdf.

Esta es una de sus novelas que trata de la guerra civil colombiana es historia del pasado, pero se vive una paz desagradable, que hace respirar un aire denso, donde el bando ganador, conservador, no escatima en gestos para incomodar a los antiguos adversarios, liberales; de manera solapada los asedian constantemente, lo que probablemente generará continuar el conflicto armado.

César Montero, un vecino del lugar, acaba de asesinar de un escopetazo a Pastor, un cantor bastante popular, supuesto amante de especulación: un pasquín que apareció pegado en la puerta de su casa.

Pero es sólo otro de tantos panfletos que han venido apareciendo en el pueblo, notas que revelan secretos de los habitantes, algunos supuestos y otros tan ciertos que no necesitaban tan burdos mensajes.

Se puede decir que los pasquines, que algunos consideran una tontería, representan la materialización inicial de esa violencia colectiva que hace tambalear esa paz del momento, y el asesinato que se relata, probablemente el detonador para continuar la guerra. Para este pueblo ha llegado la mala hora…

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Adelanto del libro

La mala hora

El padre Ángel se incorporó con un esfuerzo solemne. Se frotó los párpados con los huesos de las manos, apartó el mosquitero de punto y permaneció sentado en la estera pelada, pensativo un instante, el tiempo indispensable para darse cuenta de que estaba vivo, y para recordar la fecha y su correspondencia en el santoral.

«Martes cuatro de octubre», pensó; y dijo en voz baja: «San Francisco de Asís.» Se vistió sin lavarse y sin rezar. Era grande, sanguíneo, con una apacible figura de buey manso, y se movía como un buey, con ademanes densos y tristes. Después de rectificar la botonadura de la sotana con la atención lánguida de los dedos con que se verifican las cuerdas de un arpa, descorrió la tranca y abrió la puerta del patio.

Los nardos bajo la lluvia le recordaron las palabras de una canción.

-«El mar crecerá con mis lágrimas» -suspiro. El dormitorio estaba comunicado con la iglesia por un corredor interno bordeado de macetas de flores, y calzado con ladrillos sueltos por cuyas junturas empezaba a crecer la hierba de octubre. Antes de dirigirse a la iglesia, el padre Ángel entró en el excusado. Orinó en abundancia, conteniendo la respiración para no sentir el intenso olor amoniacal que le hacía saltar las lágrimas.

Después salió al corredor, recordando: «Me llevará esta barca hasta tu sueño.» En la angosta puertecita de la iglesia sintió por última vez el vapor de los nardos. Dentro olía mal. Era una nave larga, también calzada con ladrillos sueltos, y con una sola puerta sobre la plaza. El padre Ángel fue directamente a la base de la torre.

Vio las pesas del reloj a más de un metro sobre su cabeza y pensó que aún tenía cuerda para una semana. Los zancudos lo asaltaron. Aplastó uno en la nuca con una palmada violenta y se limpió la mano en la cuerda de la campana. Luego oyó, arriba, el ruido visceral del complicado engranaje mecánico, y en seguida sordas, profundas- las cinco campanadas de las cinco dentro de su vientre. Esperó hasta el final de la última resonancia.

Entonces agarró la cuerda con las dos manos, se la enrolló en las muñecas, e hizo sonar los bronces rotos con una convicción perentoria. Había cumplido 61 años. El ejercicio de las campanas era demasiado violento para su edad, pero siempre había convocado a misa personalmente, y ese esfuerzo le reconfortaba la moral. Trinidad empujó la puerta de la calle mientras sonaban las campanas, y se dirigió al rincón donde la noche anterior había puesto trampas para 2
los ratones.

Encontró algo que le produjo al mismo tiempo repugnancia y placer: una pequeña masacre. Abrió la primera trampa, cogió el ratón por la cola con el índice y el pulgar, y lo echó en una caja de cartón. El padre Ángel acabó de abrir la puerta sobre la plaza. -Buenos días, padre -dijo Trinidad. El no registró su hermosa voz baritonal. La plaza desolada, los almendros dormidos bajo la lluvia, el pueblo inmóvil en el inconsolable amanecer de octubre le produjeron una sensación de desamparo.

Pero cuando se acostumbró al rumor de la lluvia, percibió, al fondo de la plaza, nítido y un poco irreal, el clarinete de Pastor. Sólo entonces respondió a los buenos días. -Pastor no estaba con los de la serenata -dijo. -No -confirmó Trinidad. Se acercó con la caja de ratones muertos-Era con guitarras.

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